"No me lo puedo creer"; "Nunca pensé que se iba a comportar de esa
manera"; "Eso no es propio
de una persona de su talante". Muchas veces definimos un concepto a la
ligera, damos por hecho la asunción de una determinada conducta, anticipamos
una situación, o bien justificamos un carácter, dejándonos llevar por ciertos
prejuicios y estigmas. Lo habitual es que estos convencionalismos estén
impuestos por la sociedad en la que vivimos, aunque a veces nos los implantamos
nosotros mismos y tendemos, por lo general, a infravalorar ese resultado, esa
escena, o a ese individuo. Es entonces cuando, tratando de jugar a las
adivinanzas de un modo un tanto miope, se nos desprenden por el camino algunas
de las cualidades que definen o justifican esa acción, o bien nos quedamos en
lo superficial al evaluar ese talante con cierto marchamo de especial.
Todo
esto viene a cuento porque me resulta muy llamativo un hecho que se repite con
asiduidad en nuestras relaciones humanas: el mundo que nos rodea crea una
imagen de alguien y, a partir de esa foto fija, establece el patrón de
comportamiento que sería esperable para ese individuo, basándose en endebles
criterios que tienen mucho más que ver con un costumbrismo mal entendido en el
seno de la manada. En esta tesitura, el que se intenta mover -rebelándose
contra esa imagen impuesta y descuadra la pantalla- se ve irremediablemente
abocado a la crítica velada y al mayor de los escrutinios públicos de sus
congéneres, aunque ese juicio se circunscriba solo a su pequeño círculo de influencia.
De ahí brotan frases como las del principio de este texto, cuando sobreviene la
perplejidad y demostramos, de manera pueril, que estamos muy mal preparados
para salirnos de los límites, para aguantar a la mosca cojonera que nos da la lata con su zumbido; en definitiva,
para afrontar el cambio. Un cambio que, dicho así en general, gestionamos de un
modo precario en la gran mayoría de las situaciones en las que la vida nos intenta
colocar fuera de nuestra “zona de confort".
En
efecto, si reconocer errores propios y ser capaces de adaptarnos resulta una
tarea ardua, no es menos cierto que en este país todos jugamos muy bien a ese
deporte tan arraigado y tan nuestro que es la crítica más gratuita y la envidia
más mezquina; extendemos de esta manera una inquina y un desprecio basados en
la más reprochable de las justificaciones. Sirva como ejemplo ese manido y
repugnante "...como a mí me lo han
hecho, yo también lo hago" que se entona apelando a una conveniente
Ley del Talión, o el tristemente famoso "...ahora te vas a enterar" que blandimos sin recato, ardiendo
en el fuego de la venganza, en cuanto sentimos que asaltan nuestra supuesta
porción del territorio. No digamos ya si la temida "agresión" que
sufrimos procede de un estamento superior, momento en el cual nos vemos
legitimados, en aras de un sentido de la justicia no siempre bien entendido,
para vilipendiar o restar categoría a un poder impuesto contra nuestra voluntad
en la gran mayoría de las ocasiones. Signos todos, en cualquier caso, del
calado moral y la preparación intelectual de la sociedad en la que nos ha
tocado vivir.
No
quisiera caer en el error de focalizar estas líneas en el análisis de un
comportamiento social que quizás todos -por desgracia- incorporamos "de
serie", cual aire acondicionado de cualquier vehículo actual. Al fin y al
cabo, no es mi intención echar balones fuera respecto a una cualidad que yo
también poseo y he empleado con denodada mala baba; sobre todo cuando la
multitud te otorga una invisibilidad en la que te diluyes, parapetado tras el
anonimato de esa Fuenteovejuna a la que tantas veces hemos recurrido. En este
caso, mi intención se centra en ese "otro lado", ese reverso de la
carta de la que siempre vemos el anverso, el lado habitual. Y este no es otro
que el protagonista de esa humillación: esa víctima de un grupo que considera
una afrenta contar entre sus filas con alguien peculiar, entendiendo como tal
al que protesta y se sale de la norma, o de la rutina. Ese mismo grupo que,
desde que huele sangre, le graba a fuego el indeleble sello de “diferente”, de
“bicho raro”, adjetivos que le acompañarán de modo permanente, mientras
persista en su cruzada contra lo convencional. Lo curioso del caso es que, con
total seguridad, todos nos hemos sentido alguna vez pertenecientes a uno u otro
bando: el de los que critican o el de los que son criticados, porque en esta
cuestión rara vez existe el término medio, el punto equidistante de ambos lados.
Me da
la impresión de que el hecho de enrolarse en ese bando de los “diferentes” no es
algo que se elija motu proprio; son
las circunstancias las que, en algún momento de tu vida, te conducen a la
protesta, a rebelarte contra el orden establecido, a saber decir “NO” cuando
todos esperan un “sí” sumiso y rutinario. Y puede resultar chocante o novedoso
para los demás ver cómo te arrastras hacia el lado oscuro de la fuerza, pero tú
mismo te sientes aliviado por haber roto esa barrera y, por fin, haber hecho
caso omiso de “lo que QUISIERAN que ocurra”, para optar por llevar a cabo “lo
que QUIERO que ocurra”. Sospecho que no existe mayor satisfacción con ese “yo
interior” que vive codo con codo contigo, asumiendo a veces decisiones con las
que no está del todo conforme.
En
definitiva, esto sale a flote porque en estos momentos me siento así, observado
por un entorno que ni comprende ni tolera que haya optado por ser combativo,
por tener siempre un punto caliente que trata de polemizar contra la opinión
del rebaño, por salirme del camino para ensuciarme en trayectos más farragosos.
Y mis expectativas, en un futuro inmediato, se encaminan a continuar por esta
senda, con el afán de priorizar mis opiniones y mis proyectos sobre los de los
demás. He comprobado que, a veces, una negación a tiempo evita mayores
conflictos potenciales; eso y la satisfacción personal de mantenerse firme y
ser capaz de imponer tu propio criterio en una sociedad que no siempre lo ve
con buenos ojos. En pocas palabras: dejar a un lado la hipocresía.