El cuerpo no respondía a esa hora
de la mañana, pero su cerebro había dado ya la orden hacía al menos diez
minutos. Se levantó dolorida, cojeando a causa del golpe en la rodilla derecha
y se miró en el espejo con desgana. Llevaba mucho tiempo sumando arrugas
precoces en su juvenil rostro, por lo que la imagen que contemplaba cada día en
el baño se le hacía difícil de asumir y, al mismo tiempo, una nube de
culpabilidad se instalaba sobre ella para no abandonarla durante el resto del
día. Como consecuencia, la mirada recurría cada vez con más frecuencia a
contemplar el suelo de manera sumisa y acobardada, regalando muy de vez en
cuando una sonrisa que parecía escaparse sin permiso de su boca.
A sus vecinos y conocidos siempre
les había parecido una persona de lo más normal. Discreta, educada y capaz de
pasar desapercibida en aquella comunidad en la que, a base de convivir a
diario, todo el mundo acababa relacionándose de un modo u otro. Nadie
sospechaba que su imagen, tan convencional como falsa, era el resultado de una
ardua tarea basada en borrar pistas, restañar heridas y encubrir trastornos
físicos. Fueron 27 meses durante los cuales su vida pasó de un prometedor y
apacible verano a un infernal y destructivo invierno. Una tormenta permanente,
gélida y humillante, plagada de maltratos y vejaciones.
Su rutina se resumía en intentar transformar
la pesadilla cotidiana de su vida conyugal. Aprendió a complacer sus múltiples
caprichos, a mitigar sus violentas exigencias, a obedecer a rajatabla y a
actuar mientras el miedo aportaba fortaleza a su carácter. Aprendió a fingir su
sueño, cuando él llegaba a casa, ya de madrugada. Eso a pesar de que en más de
una ocasión, si el alcohol le permitía la hazaña, la despertaba para satisfacer
sus deseos, tan rápidos como repugnantes…
Se convirtió en una experta en
maquillaje, tanto del cuerpo como del alma, camuflando hematomas y disimulando
erosiones. Una gran actriz merecedora de los mejores galardones a la hora de sonreír,
caminar y expresarse ante la sociedad que la contemplaba, cuando la realidad
era que, tras la máscara, la pena y la frustración habían hecho mella en cada
una de las células de su cuerpo. Fueron muchos días tratando de buscar una
explicación a aquello que no la tenía y disimulando su desgracia, hasta el
punto de irse alejando de unas relaciones sociales que amenazaban con descubrir
su coartada. Una gran paradoja en la que ella, víctima maltratada, debía
esconder su miseria y facilitar una vía de escape diaria a su verdugo. Y todo
por un amor ciego e incondicional; un amor que ahora se consumía junto con
ella, apagándose semana tras semana a un ritmo vertiginoso.
El resultado no pudo ser más
previsible y desgraciado. Un fin de semana en el que el vodka y la cocaína
exacerbaron la agresividad, él vomitó su inexplicable odio sobre ella,
ensañándose con su cuerpo de tal manera que sus órganos vitales no fueron
capaces de reaccionar. Cansada de luchar y exhausta tras la paliza, sus ojos se
cerraron dejando escapar la última lágrima que, ya sin fuerzas, fue capaz de
sintetizar.
Hubiera sido un crimen perfecto:
sin pistas, sin evidencias, sin testigos, sin arma homicida… Pero el temor a
una batalla como la que acabó con su existencia había provocado días atrás que
ella instalara un par de cámaras que, situadas de forma estratégica en la casa, fueron las
únicas espectadoras de los interminables minutos en los que el hombre que algún
día supuso su amor verdadero se transformó en asesino de su cariño y su vida.