27 de agosto de 2014

MANTIS AMOROSA



Aparecieron por allí durante una madrugada de esas de fiesta y alcohol, en medio de un verano inolvidable: un grupo heterogéneo de parejas desparejadas irrumpía en el local, saturando la oscura entrada con sonrisas de doble filo que se repartían al azar. Una comitiva que avanzaba, feliz, entre miradas de ellas con sabor sensual y promesas de ellos que llevaban acuñada, al cabo de esa velada, su propia fecha de caducidad. Juerga noctámbula, a fin de cuentas, con el billete de "todo incluido" que proporcionaba la inmediata embriaguez y la oscuridad del momento.

El calor del día se había ido apagando con el paso de las horas, pero la sensación térmica continuaba resultando pesada y pegajosa, fruto de un bochorno que llevaba varios días dificultando el sueño y manteniendo en funcionamiento, durante más tiempo del habitual, los aparatos de aire acondicionado. En medio de ese caluroso ambiente, la cena previa se redujo a un protocolario picoteo de platos fríos, preámbulo gastronómico tras el que la pandilla se dirigiría hacia los lugares de copas que estaban de moda; allí, protegidos por ese plus de confianza y descaro que te aporta la bebida, podrían continuar dilapidando la noche sin miedo a devorar o a ser devorados por alguien. En realidad, ésta no había hecho más que comenzar, pero la caza ya se había iniciado mucho antes; todos y todas disparaban con sus mejores armas a las presas elegidas, a sabiendas de que tarde o temprano obtendrían recompensa a aquel trabajado esfuerzo. Bien pensado, todos no...

Entre el bullicio del local, rebosante de gritos y notas musicales que camuflaban alguna que otra confesión desesperada, una silueta se había separado de la manada y destacaba solitaria al fondo de la sala. Sentado en un taburete y en apariencia ajeno al caótico paisaje, un individuo ojeroso y cansado escondía su cabeza entre los hombros, mientras las manos se aferraban a un vaso con tres piedras de hielo, cuyo líquido había sido trasegado de un solo sorbo. De vez en cuando, dirigía sus ojos hacia alguien en concreto de un grupo de gente que se arremolinaba en la pista de baile, contorsionistas que redoblaban sus articulaciones al ritmo desenfrenado de la música, para volver de nuevo a perforar el suelo con la mirada, al tiempo que de su rostro se escapaba una mueca de tristeza y decepción. Ese "alguien" no era otra que la mujer que había sido protagonista, al mismo tiempo, de sus mejores sueños y de sus peores pesadillas.

Ella destacaba entre la multitud por su belleza y sensualidad. Su conversación era una amena mezcla de simpatía y confianza en sí misma, de modo que no resultaba complicado el caer en sus redes de atracción tras diez minutos compartiendo su sonrisa, que resbalaba radiante desde su boca mientras te envolvía con su olor, suave y fresco. No era de extrañar, pues, que tuviera siempre cerca a multitud de admiradores, pretendientes y amigos, los cuales revoloteaban a su alrededor en noches como aquélla, como polillas atraídas por una luz nítida y deslumbrante. Lo que muchos desconocían era que ese brillo, a veces, también podía llegar a quemar...

La había conocido un par de meses atrás, mientras compartían aula en una academia de idiomas en la que ambos estudiaban con más pena que gloria. No tardó ni una semana en claudicar, rendido ante sus encantos y hechizado por ese acento tan peculiar, que denotaba sin lugar a dudas su procedencia. Renunció a su vida previa, ignorando amistades y olvidando familiares, para poder pasar un minuto más a su lado, enamorado hasta las trancas de aquella mujer única e incomparable, a la que entregó su alma sin reclamar condiciones. Un estado de felicidad en el que estuvo cómodamente alojado, disfrutando de la vida como nunca antes lo había hecho... al menos durante esas tres semanas que transcurrieron hasta que ella, sin previo aviso, le comunicó categórica a través de un escueto mensaje que ya no podía seguir a su lado y que se había cansado de su cariño, enfatizando la decisión con una frase final que le desgarró el pecho mientras arrancaba lágrimas heladas de sus ojos: "tenemos tanto en común que te odio".

Desde ese día no volvió a ser el mismo. Creyendo que todo aquello no podía ser cierto, sintiendo como si le hubieran arrebatado una vida a la que siempre había aspirado, pasando en un instante del éxito al fracaso; una cuestión, ésta, de la que seguía considerándose culpable, por mucho que no acabara de entender muy bien qué era lo que había hecho mal. Gracias a alguna que otra -dolorosa- casualidad y tras varias conversaciones con amigos comunes, que abrieron sus ojos a ciertos hechos para los que el amor lo había cegado, pronto comenzó a atisbar que no era el único damnificado: la mujer a la que todavía amaba era dueña de un pasado sentimental farragoso y trufado de relaciones que siempre habían acabado en pequeñas tragedias, al menos en lo referente a sus parejas: una especie de Mantis Religiosa, ese insecto tan aterrador en su aspecto como letal en sus conquistas, pues la hembra aniquila y engulle al macho tras su encuentro sexual. Su carácter dominante y su insaciable ambición la habían conducido a un punto sin retorno, por un camino desolador, sembrado de "cadáveres sentimentales" a su paso, pues a todos había abandonado tras menos de un mes compartiendo alegrías, antes de que nadie pudiese o supiese renunciar a ella. Y él había sido, por desgracia, su última víctima; atraído por su elegancia, cegado por su encantadora mirada y cautivado por sus caricias, no fue capaz de vislumbrar que cada vez se acercaba más al abismo de su cruel e implacable pasión, que despedazó su corazón y aniquiló su cariño de un solo bocado.

El hielo tintineaba nervioso en el vaso, fundiéndose lento al calor de sus manos, sudorosas e inquietas. Un nudo en la garganta que no era capaz de desatar y un quemor en el pecho que no conseguía sofocar eran lo de menos, en presencia de aquella depredadora de amantes. Volvió a dirigir su mirada hacia ella, que bailaba majestuosa tratando, intuyó, de seleccionar a su próxima víctima sin más presente que caer rendido bajo sus curvas y sin más futuro que el olvido. Un fogonazo trajo a su memoria los últimos versos de un soneto de Lope de Vega, muy oportuno, que había caído en sus manos unos días antes por esas casualidades que a veces te proporciona el destino:

Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,
y es la mujer al fin como sangría,
que a veces da salud, y a veces mata.

Se levantó y, camino a la salida, sintió un escalofrío al pasar a pocos metros del lugar donde ella consumía la penúltima copa, cuando por un brevísimo instante sus miradas colisionaron y de nuevo fue testigo de su glacial indiferencia, atravesando su cuerpo con la facilidad de una espada incandescente. No quería seguir siendo testigo de aquella escena, en parte por el dolor que todavía atenazaba su mente y en parte porque conocía de primera mano cuál sería el resultado final para cualquier infeliz que cayese en la trampa de su magnética seducción: en su cuerpo, despojos, en su mente, la impronta de la soledad y en su mirada, una sombra de permanente tristeza.

4 de agosto de 2014

OTRO DÍA (MÁS)

Ahogo. Esa es la desagradable sensación que tienes cuando ocurre... Una mano opresiva e invisible que te rodea el cuello y aprieta sin piedad, mientras notas el embotamiento de tu cara y la saturación de ideas en tu cerebro, que se agolpan incesantes sin poder salir al exterior.

En ese momento de incandescencia particular, un grito de rabia quiere surgir de lo más profundo del alma; las palabras, azuzadas por la decepción experimentada, ascienden por el pecho como un fuego que arrasa tu garganta y calcina tu boca, sellada ahora con el amargo sabor de la derrota. Ha vuelto a suceder, te lo podías imaginar, aunque no por esperado ha sido menos doloroso.

Y quieres expresar tu inmenso desacuerdo, rodeado del viciado aire de la venganza; quieres pregonar al mundo tu enfado, aunque no seas capaz de ordenar tu pensamiento con claridad; te sientes defraudado y al mismo tiempo sorprendido por tu falta de previsión, porque no es la primera vez que ocurre: siempre ha sido muy hábil poniendo excusas para no verte, pero esta vez ha esperado casi hasta el final y por eso ha dolido más, si cabe.

Entonces te preguntas qué motivo existe para una mentira que intenta sonar a verdad y no lo consigue, para un puñado de frases que rezuman engaño, para un pedazo de falsedad que te quieren vender a precio de ganga. "Al menos ha tenido imaginación para construir una historia que se sale de lo habitual", piensas mientras tratas de buscar tú también una excusa para justificar su ausencia y endulzar la soledad que se avecina. Y deduces que ese motivo es uno y son muchos, pero no puedes concretar con certeza qué ha llevado a esta situación de rechazo y caos emocional. Comprendes que pueda tener su raíz en el pasado, cuando generabas daños colaterales sin pararte a pensar en las repercusiones futuras, pero hubieras esperado que el tiempo te ayudara a mitigar el destrozo, atenuando el dolor con el paso de los años. A parecer, no ha sido así...

La conclusión a la que te enfrentas, drástica pero real como un puñetazo en el estómago, es que no te quiere ver delante. Alguien que en su día, aunque de manera fugaz, fue tu luz y tu oscuridad, tu principio y tu final, tu sonrisa y tu llanto; alguien que ya hoy prefiere ofrecerte su engaño a cambio de no tener que enfrentarse a una incómoda velada repleta de sonrisas fingidas y palabras huecas. Un universo diferente, el suyo, en el que ya no tienes cabida ni presencia.

En cualquier caso, piensas que el día va a seguir siendo igual de bueno o malo; va a tener la misma rutina, el mismo juego retórico y fingido en el que el ratón caza al gato. Al final, la excusa para convertir su ausencia en injustificable huele a fracaso y sabe a rencor, por mucho que intentes maquillar el golpe. Es el momento de levantarse, fingir una dignidad que se tambalea y reconstruir de nuevo esa fortaleza que en su día se sostuvo con los cimientos de la confianza en uno mismo; al menos hasta que empezaron a poner excusas para no verte...

11 de febrero de 2014

LENTEJAS


Mi abuela, esa ancianita ultraprotectora en lo referente a sus nietos, nos daba siempre buenos consejos; entre ellos, solía incluir la recomendación de no someter al estómago a cenas demasiado abundantes, advirtiendo del peligro que supondría ingerir alimentos que pudieran resultar pesados (bien por su cantidad o bien por su especial tendencia a la indigestión) en las horas nocturnas. Esas famosas frases y refranes que, siendo niños, todos hemos escuchado alguna vez en boca de algún adulto de la familia, tipo “de grandes cenas están las tumbas llenas” o un nosequé sobre comer como un príncipe y cenar como un mendigo, adquirían para nuestra abuela una connotación de mandato absoluto en los días en los que, normalmente durante el fin de semana, acudíamos a dormir una o dos noches a su casa.

No podría asegurarlo, pero tampoco era que mis hermanos y yo estuviéramos acostumbrados a grandes banquetes a la hora de cenar. Lo que sí recuerdo con gran nitidez es que con mi abuela el límite de estas cenas estaba bien definido: un Cola Cao bien caliente acompañado de unas cuantas galletas “María”; con eso ibas sobrado hasta la mañana siguiente. Reconozco que nunca he sido muy amigo de manchar la leche con ese cacao en polvo, sobre todo como ella lo preparaba (bien cargado y espeso) con lo que la noche del sábado se convertía en mi “momento dieta” particular de la semana, dentro de un contexto general en el que la comida suponía (y todavía supone hoy en día) un acontecimiento agradable, con el que disfrutaba mientras iba degustando casi todo lo que hubiese en el plato.

Todo esto viene a cuento porque hoy me he acordado de esa gran abuela: de sus frases llenas de sabiduría, de sus enfados propios de la edad, de ese carácter áspero pero condescendiente para con sus nietos… y por supuesto de sus frugales cenas. Las lentejas que, por motivos que ahora no vienen al caso, he tenido que cenar esta noche, han caído en mi estómago cual artefacto explosivo con metralla incluida. Como resultado de esta pedrada alimentaria, son las 3 de la madrugada y sigo en la cama tratando de encontrar una postura que favorezca la digestión, jurándome a mí mismo que no volveré a caer en excesos alimentarios nocturnos y masticando una noche que vuelta y vuelta entre las sábanas, no ofrece posibilidad de ser digerida.

Mi mente intenta retomar asuntos pendientes, tratando de aferrarse a algo con la etiqueta de aburrido que despiste al desvelo que me domina y me permita caer en ese sueño tan necesario. Intento reducir la velocidad, pero el cerebro va más rápido de lo que yo desearía en esta carrera contra la noche. Tumbado sobre el colchón, con la banda sonora de mi respiración como única acompañante, siento que los minutos pesan como vigas de acero y poco a poco, rebuscando entre los recovecos de la memoria, salen a flote esos fantasmas del pasado con los que uno se topa, de manera inexorable, cuando todo es silencio y oscuridad y no hay donde distraer la mente mediante estímulos externos. Así, al amparo de la vigilia que ha provocado esa pesada cena de legumbres, retornan al presente imágenes que proceden de un pasado bastante lejano; un tiempo diferente, ni mejor ni peor que el actual, en el que todos fuimos experimentando esas relaciones amorosas que forjaron nuestra estructura sentimental, convirtiéndonos poco a poco en expertos del tres al cuarto en un tema -el amor- del que nunca llegaremos a dominar ni la más mínima parte.

Abro los ojos en la negrura absoluta de la habitación, para constatar que el insomnio de la mala digestión me sigue ganando la partida. Veo caras conocidas que mi mente proyecta en esa pared que antes era blanca: amores, pasiones y cariños que en su día colmaron, de una u otra manera, mi mundo y mi existencia, pasan ahora como espectros rellenando la visión de lugares, situaciones y años anteriores. Aparecen sin orden ni concierto, independientemente de que hayan sido amores ideales o relaciones fallidas. No hablan, aunque recuerdo a la perfección el tono de su voz; no se mueven, pero siento como si fuera hoy la calidez de sus caricias y su imagen se desvanece como el humo en el aire, pero podría cerrar los ojos e identificar sin dificultad su manera de besar. La inocencia de un abrazo, el brillo de una mirada, la belleza de una sonrisa… Todas y cada una se han caracterizado por un destello, una peculiaridad que las hace únicas e irrepetibles, pasando a formar parte de manera inolvidable de ese puñado de recuerdos que conforman las páginas del libro de una vida. Pedazos de felicidad, aunque efímera, que algún día alguien tuvo a bien concederme mientras besaba sus labios.

Un automóvil lejano destroza con su murmullo la quietud silenciosa que me rodea. El cansancio golpea cada vez más duro y creo intuir la cercanía de ese momento en el que uno abandona la consciencia y pasa al otro lado, dejándose arrastrar por la promesa de los duendes que te transportan sin problema al mundo de los sueños. Todavía sigo contemplando, aunque borrosos, los rostros de esas heroínas de mis veranos, de esas compañeras de colegio, de esas actrices principales en la película de mi vida. Poco a poco, se van difuminando y desaparecen dejando paso a una neblina, a la que acompaña una sensación cálida y agradable como cuando uno se sumerge en un baño de agua caliente.

De repente, me despierto sobresaltado por algún tipo de estímulo que no acierto a identificar. No han pasado ni quince minutos desde que abandoné ese insomnio que abrasaba mi mente. Un dolor intenso en el estómago me recuerda que la pesadilla todavía no ha llegado a su fin, que la cena va a seguir cobrando un alto precio hasta arrebatarme mi descanso. Ya no vale la pena seguir intentándolo, falta poco para que la alarma dé paso a otra mañana desbocada. ¡Cuánta razón tenía mi abuela! Nunca hubiera imaginado que las lentejas iban a provocar este desbarajuste nocturno. A cambio, me he reencontrado con sentimientos aparcados por el paso del tiempo y he vuelto a ver tu sonrisa iluminando la oscuridad de la noche. Puede que al final haya valido la pena esta indigesta velada...
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