22 de octubre de 2015

CABEZA DE TURCO


La reunión con la cúpula directiva se extendió durante menos tiempo del esperado. El día había estado compuesto por una amalgama de momentos lentos y pesados, entre reuniones con clientes, absurdos planes de negocio y demandas sindicales. Para rematarlo, flotaba en el aire un ambiente enrarecido y plagado de rumores de unos y otros, que no ayudaba a presagiar un buen colofón de esa jornada. A decir verdad, las filtraciones en aquella empresa eran moneda de cambio habitual y, por lo sucedido meses atrás, el episodio actual auguraba un final que no iba a ser de su agrado.

Recordó esa misma sala de reuniones, sobria y oscura, durante una tarde del invierno previo, cuando tuvo que asistir, desde el otro lado de la mesa en la que ahora se encontraba, a la junta de accionistas que había decidido la defenestración del anterior director financiero. Aquel hombre corpulento y agradable en el trato se vio avasallado por la evidencia de unos resultados económicos que no encajaban dentro de lo esperado; a eso se sumaron un par de decisiones desacertadas, hasta acabar desacreditado (nunca mejor dicho) por la falta de escrúpulos de aquellos inversores extranjeros que, en el último momento, habían decidido cambiar de pareja de baile, llevándose sus buenas noticias y su repleta chequera a la competencia. Como conclusión, sobrevino el final del camino en su extensa carrera profesional en la empresa. Él no pudo olvidar durante largas semanas la expresión de su compañero, con el que había compartido horas y horas de balances y cuentas, cuando le comunicaron lo inevitable.

En cualquier caso, ese día quedaba ya muy atrás en su recuerdo, y era hoy cuando tenía motivos más que sobrados para estar preocupado, si es que había que hacer caso a diversos rumores que ya correteaban por los pasillos, así como a un presagio que lo atormentaba desde muy temprano esa mañana… Lo habían citado, no sin cierta intriga, a las siete de la tarde y acudió puntual, destilando seguridad pero con una sensación extraña en la garganta. Vestía de manera impecable, con un elegante traje oscuro que resaltaba el color de su corbata. Saludó a los presentes y se acomodó en el lugar reservado para él en la mesa, alejado esta vez de los puestos de mayor enjundia, desprendiendo cierto aire de superioridad. Su lenguaje corporal daba a entender a las claras que no se iba a achantar por la intimidación, las críticas y los argumentos en su contra que, a buen seguro, iban a plasmar los directivos allí presentes; esos mismos que, hasta bien pocos días antes, le colmaban de halagos salpicados de hipocresía y henchidos de una falsedad encomiable.

Las hostilidades no se hicieron esperar: tras una breve introducción, el director ejecutivo puso en liza el motivo principal de aquella convocatoria. En la sala se respiraba tensión e incomodidad, con una atmósfera saturada por la agresiva presencia de aquella manada de lobos, la cual secundaba de manera respetuosa al macho alfa tras haber olido sangre fresca. De manera sorprendente, él no se sentía la presa, aunque sí se reconoció acorralado por momentos, con las miradas de toda la plana mayor de la empresa clavadas en su cabeza. Sin excepción, destilaban resentimiento y reprobación, con una falta de empatía que hasta ese momento no acababa de entender muy bien…

Concluyó que no había vuelta atrás y que su sentencia estaba dictaminada cuando el presidente, con gran solemnidad, fue desgranando los motivos que habían provocado la decisión de expulsarlo de manera irrevocable de la compañía. Palabras frías y distantes que no daban lugar a medias tintas ni a paños calientes, para comunicarle que le concedían una semana de “cortesía” para solucionar sus obligaciones y responsabilidades, antes de finiquitar su actividad laboral de manera irrevocable. Sin darle ocasión para refutar esas conclusiones, consolidaron su condena argumentando la acusación con una triple metáfora basada en figuras geométricas: éstas eran, en definitiva, las que lo habían arrastrado al abismo con un peso equivalente a toneladas de plomo sobre su conciencia. Primero, una mente cuadriculada, poseedora de “poca cintura” para afrontar cambios operativos. Segundo, un círculo vicioso de errores del que no había podido salir, a la hora de la toma de decisiones estratégicas para la empresa. Y tercero, un triángulo amoroso establecido con la esposa de un alto cargo, lo que supuso el empujón definitivo hacia su despido repentino. La puesta en escena de este último asunto le pilló desprevenido, aunque trató de disimular su desconcierto como mejor sabía. Nunca hubiera imaginado que ese “affaire” iba a ver la luz, pues habían cuidado de manera obsesiva la discreción y la exposición pública, pero supuso que no se pueden supervisar en su totalidad las infinitas variables que surgen en esos casos.

Convencido de que ante el descubrimiento de una infidelidad de ese calibre tenía poco margen de contraataque, intentó esbozar alguna explicación coherente para defenderse respecto al resto de premisas que habían motivado su destitución. Sentía que no podía desprenderse de la corazonada de que los dos primeros argumentos, esgrimidos por sus verdugos laborales, surgían más de la envidia y la competitividad que de razonamientos meramente económicos y profesionales. Sus éxitos en los últimos años respecto a múltiples gestiones habían reportado a la empresa pingües beneficios, achacables sin duda a su valía y capacitación en el sinuoso e hipócrita mundo de los negocios. Enrabietado por la injusticia y espoleado por la irritación de saberse al margen de la compañía, acusó a los allí presentes de ser el chivo expiatorio de una confabulación urdida y orquestada en su contra, con el único propósito de ocupar su lugar y apoderarse del poder que había cosechado con su exitosa carrera. Una vez terminadas sus alegaciones, se levantó de manera brusca y abandonó la sala sin ni siquiera despedirse de sus enemigos.

La semana que le habían concedido, antes de abandonar de manera definitiva su puesto, resultó de lo más gratificante para su venganza personal. Mantuvo en todo momento su actividad profesional, su rutina e incluso el cartel que identificaba su cargo y su despacho, en una especie de cabezonería empresarial, de pataleo infantiloide, de negación de los hechos y “porculerismo cartelero” que caracterizó todas y cada una de sus actuaciones durante esos “eternos” siete días. Una insumisión orgullosa que aglutinaba otras expresiones que definían a la perfección su comportamiento: encono de poltrona, ceguera evolutiva, revoloteo administrativo, enquistamiento de despacho, venganza de expulsión, persistencia de cargo, chulería jerárquica, enroque de jefatura, cronificación mandataria, terquedad redundante, ensañamiento no terapéutico y continuidad impositiva. Por supuesto, llevó a cabo todo lo que estuvo en su mano para vilipendiar y difamar el prestigio de la empresa, elaborando todas las tretas de las que fue capaz para causar el mayor daño posible, el cual se reflejaría a los pocos días. La idea de “morir matando” era algo que tenía muy interiorizado desde joven.

El personal de limpieza encontró una carta sobre la mesa de su despacho a la mañana siguiente de su última jornada de trabajo. Estaba dirigida al cuerpo directivo de la compañía, citando con nombres y apellidos a todos y cada uno de los asistentes a aquella reunión en la que habían decidido su derrocamiento. En ella ponía de relieve la injusticia cometida y destacaba, con frases claras y llamativas, que deberían ser cuidadosos y precavidos, pues nunca se sabía lo que podría deparar el destino, en forma de accidentes o desgracias, en cualquier momento de tu vida; esa vida que él consideraba “una enfermedad mortal de transmisión sexual, imposible de erradicar”, pero que de cuando en cuando se cobraba alguna víctima, de la manera más tonta… sin saber muy bien por qué.

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