Mi abuela, esa ancianita
ultraprotectora en lo referente a sus nietos, nos daba siempre buenos consejos;
entre ellos, solía incluir la recomendación de no someter al estómago a cenas
demasiado abundantes, advirtiendo del peligro que supondría ingerir alimentos
que pudieran resultar pesados (bien por su cantidad o bien por su especial
tendencia a la indigestión) en las horas nocturnas. Esas famosas frases y
refranes que, siendo niños, todos hemos escuchado alguna vez en boca de algún
adulto de la familia, tipo “de grandes cenas están las tumbas llenas” o un nosequé sobre comer como un príncipe y
cenar como un mendigo, adquirían para nuestra abuela una connotación de mandato
absoluto en los días en los que, normalmente durante el fin de semana, acudíamos
a dormir una o dos noches a su casa.
No podría asegurarlo, pero
tampoco era que mis hermanos y yo estuviéramos acostumbrados a grandes banquetes
a la hora de cenar. Lo que sí recuerdo con gran nitidez es que con mi abuela el
límite de estas cenas estaba bien definido: un Cola Cao bien caliente acompañado de unas cuantas galletas “María”;
con eso ibas sobrado hasta la mañana
siguiente. Reconozco que nunca he sido muy amigo de manchar la leche con ese cacao en polvo, sobre todo como
ella lo preparaba (bien cargado y espeso) con lo que la noche del sábado se
convertía en mi “momento dieta” particular de la semana, dentro de un contexto
general en el que la comida suponía (y todavía supone hoy en día) un
acontecimiento agradable, con el que disfrutaba mientras iba degustando casi
todo lo que hubiese en el plato.
Todo esto viene a cuento porque
hoy me he acordado de esa gran abuela: de sus frases llenas de sabiduría, de
sus enfados propios de la edad, de ese carácter áspero pero condescendiente
para con sus nietos… y por supuesto de sus frugales cenas. Las lentejas que,
por motivos que ahora no vienen al caso, he tenido que cenar esta noche, han
caído en mi estómago cual artefacto explosivo con metralla incluida. Como
resultado de esta pedrada alimentaria, son las 3 de la madrugada y sigo en la
cama tratando de encontrar una postura que favorezca la digestión, jurándome a
mí mismo que no volveré a caer en excesos alimentarios nocturnos y masticando una noche que vuelta y vuelta entre las sábanas, no ofrece posibilidad de ser digerida.
Mi mente intenta retomar asuntos
pendientes, tratando de aferrarse a algo con la etiqueta de aburrido que
despiste al desvelo que me domina y me permita caer en ese sueño tan necesario.
Intento reducir la velocidad, pero el cerebro va más rápido de lo que yo
desearía en esta carrera contra la noche. Tumbado sobre el colchón, con la
banda sonora de mi respiración como única acompañante, siento que los minutos
pesan como vigas de acero y poco a poco, rebuscando entre los recovecos de la
memoria, salen a flote esos fantasmas del pasado con los que uno se topa, de
manera inexorable, cuando todo es silencio y oscuridad y no hay donde distraer
la mente mediante estímulos externos. Así, al amparo de la vigilia que ha
provocado esa pesada cena de legumbres, retornan al presente imágenes que
proceden de un pasado bastante lejano; un tiempo diferente, ni mejor ni peor
que el actual, en el que todos fuimos experimentando esas relaciones amorosas
que forjaron nuestra estructura sentimental, convirtiéndonos poco a poco en
expertos del tres al cuarto en un tema -el amor- del que nunca llegaremos a dominar ni
la más mínima parte.
Abro los ojos en la negrura
absoluta de la habitación, para constatar que el insomnio de la mala digestión
me sigue ganando la partida. Veo caras conocidas que mi mente proyecta en esa
pared que antes era blanca: amores, pasiones y cariños que en su día colmaron,
de una u otra manera, mi mundo y mi existencia, pasan ahora como espectros
rellenando la visión de lugares, situaciones y años anteriores. Aparecen sin
orden ni concierto, independientemente de que hayan sido amores ideales o
relaciones fallidas. No hablan, aunque recuerdo a la perfección el tono de su
voz; no se mueven, pero siento como si fuera hoy la calidez de sus caricias y
su imagen se desvanece como el humo en el aire, pero podría cerrar los ojos e
identificar sin dificultad su manera de besar. La inocencia de un abrazo, el
brillo de una mirada, la belleza de una sonrisa… Todas y cada una se han
caracterizado por un destello, una peculiaridad que las hace únicas e
irrepetibles, pasando a formar parte de manera inolvidable de ese puñado de
recuerdos que conforman las páginas del libro de una vida. Pedazos de
felicidad, aunque efímera, que algún día alguien tuvo a bien concederme
mientras besaba sus labios.
Un automóvil lejano destroza con
su murmullo la quietud silenciosa que me rodea. El cansancio golpea cada vez
más duro y creo intuir la cercanía de ese momento en el que uno abandona la
consciencia y pasa al otro lado, dejándose arrastrar por la promesa de los duendes que te transportan sin problema al mundo de los sueños. Todavía sigo contemplando, aunque
borrosos, los rostros de esas heroínas de mis veranos, de esas compañeras de
colegio, de esas actrices principales en la película de mi vida. Poco a poco, se van
difuminando y desaparecen dejando paso a una neblina, a la que acompaña una
sensación cálida y agradable como cuando uno se sumerge en un baño de agua
caliente.
De repente, me despierto
sobresaltado por algún tipo de estímulo que no acierto a identificar. No han
pasado ni quince minutos desde que abandoné ese insomnio que abrasaba mi mente.
Un dolor intenso en el estómago me recuerda que la pesadilla todavía no ha
llegado a su fin, que la cena va a seguir cobrando un alto precio hasta arrebatarme
mi descanso. Ya no vale la pena seguir intentándolo, falta poco para que la
alarma dé paso a otra mañana desbocada. ¡Cuánta razón tenía mi abuela! Nunca
hubiera imaginado que las lentejas iban a provocar este desbarajuste nocturno.
A cambio, me he reencontrado con sentimientos aparcados por el paso del tiempo y
he vuelto a ver tu sonrisa iluminando la oscuridad de la noche. Puede que al final haya valido la pena esta indigesta velada...
3 comentarios al respecto...:
Siempre admire el trabajo de los escritores y por eso me interesaría poder ir a algún taller de escritura para mejorar en esto. Cuando consigo pasajes en avion a otro destino viajo siempre a lugares en donde pueda disfrutar de además de recorrer bonitos lugares poder vivir la literatura del lugar
He de reconocer que cuando me tomo "una pedrada alimentaria", también me sucede lo mismo.
La cama se me queda pequeña, las sabanas me pesan, no encuentro "acougo", me pongo a sudar y mi mente se inquieta y comienza a "irse por los Cerros de Úbeda".
Es más, cuanto más deseo quedarme dormido, más despierto estoy.
Me ha gustado este relato sobre todo porque me ha resultado entrañable.
Acordase de la abuela de uno siempre es entrañable y acordarse de los amores de la adolescencia también... Aunque sea por culpa de unas lentejas.
Por eso mi canción para este relato tiene un toque entrañable en sus notas.
La canción es : "Bedtime For Little John" y es de Michael Dulin.
www.youtube.com/results?search_query=michael+dulin&page=2
Un abrazo!!
Creo que todos hemos sufrido alguna vez esa noche en la que parece que nunca vas a ser capaz de quedarte dormido y los minutos pasan muy lentos. Tienes la oportunidad de pensar en cosas que, a lo mejor, a lo largo del día ni te planteas. Momento ideal para dejarte envolver por el silencio y recordar fragmentos de esa intimidad que solamente tú conoces.
Gracias por el comentario y un abrazo!
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