Creo
que todavía era de noche, pero no podría asegurarlo porque el sol aparecía y se
volvía a ocultar en cuestión de minutos. La gente se movía muy rápido en
aquella ciudad llena de sombras y algunas caras conocidas; parecía que todo el
mundo vivía con el botón de “FFWD” conectado, como si la realidad sucediera a
una velocidad cuatro veces superior a lo normal. Yo también me sentía
acelerado, con la respiración jadeante y dominado por una extraña debilidad. A
pesar de aquella sensación de malestar, traté de levantarme, pero una fuerza
invisible me obligó a permanecer recostado sobre aquel banco del parque, con
forma de cama redonda y olor a manzanilla, sobre el que brillaba un extraño
cilindro de cristal plateado.
Me
escapé como pude y corrí con los ojos cerrados, pero no era capaz de avanzar
más que unos metros. Conseguí llegar a un pasillo muy iluminado y sentí unas
ganas enormes de orinar. Salí al exterior y pregunté a un joven anciano que
caminaba sobre un monociclo en dónde me encontraba. “Estás en la Calle de los
Corazones Olvidados, esquina con la Avenida de las Promesas Rotas” me dijo con
voz de niño. Llovían piedras y el asfalto era de color verde oscuro; al
contemplarlo sentí una náusea repentina y vomité un extraño líquido de color
amarillento, que se convirtió en fuego al contacto con el suelo.
Tras
unas horas caminando sin rumbo, llegué a una plaza circular rodeada de
edificios. Había comenzado a nevar, pero el paisaje estaba teñido de color
azul, como si la nieve hubiera adoptado el color de moda en esa temporada. El
frío consumía mis escasas reservas y entre temblor y temblor fui capaz de
identificar unos pequeños insectos y otros crustáceos que ascendían por las
paredes de los edificios, tratando de escapar del pavimento alcanzando la mayor
altura posible. Cada sonido retumbaba en mi cerebro con una potencia
descomunal; desorientado y aterido por el viento gélido que me rodeaba,
descubrí una pequeña puerta dorada al final de un callejón. Al atravesarla me
encontré en el interior de una habitación oscura, rodeado por pequeñas
serpientes que se acercaban a mis pies descalzos y ensangrentados. Un repentino
haz de luz blanca, procedente de un foco en el techo, quemó mis pupilas con su
intensidad, transformando a todos los reptiles circundantes en paja y ceniza.
De
pronto, alguien me zarandeó por la espalda. Me di la vuelta y allí estabas tú,
hablando a gritos, con la cara deformada y con un tamaño mucho mayor del que
solías tener habitualmente. No entendía tus palabras, pero sonaban a reprimenda
y parecías enfadada. Intuí que querías que bebiera de una especie de vaso muy
brillante, que parecía contener un brebaje espeso con pequeñas luces
sobrenadando en su superficie. Tras el primer sorbo, que supo a naranja muy
amarga, sentí que flaqueaban mis piernas y arrodillado, me dejé caer sobre un
mullido césped con olor a lavanda mientras la consciencia abandonaba mi cuerpo…
Desperté sobresaltado en medio de
la noche. El sudor embadurnaba la parte superior del pijama y mi cabeza había
dejado un charco de transpiración sobre la almohada, ahora mojada y pegajosa.
La escasa cantidad de luz que, proveniente de una farola, traspasaba la
persiana me ayudó a situar mi posición en el espacio al iluminar la densa
oscuridad de la habitación. Sentado en mi propia cama, con la cabeza a punto de
estallar y un dolor sordo localizado en cada una de mis articulaciones, no era
capaz de recordar lo que había sucedido en las horas previas a aquella guerra
en la que la cama parecía el campo de batalla. Casi por instinto extendí el
brazo hacia el lado derecho y encontré tu hombro agazapado bajo el edredón. El
contacto te despertó y, acariciándome la frente me dijiste “Ah, ya no tienes
fiebre…” Tenía la boca seca y los ojos hinchados, con la sensación de haber
dormido durante cien horas. Me acercaste un vaso de agua y tus palabras me
aclararon lo que había sucedido durante aquel extraño viaje: “has estado
delirando por la fiebre que te produjo esa amigdalitis tan horrible que llevas
padeciendo un par de días. Conseguí ponerte el termómetro a duras penas; hoy la
temperatura ha llegado casi a los 40 grados. Veías cosas extrañas y
pronunciabas frases inconexas, agitando los brazos como si quisieras apartar a
algo o a alguien. Tuve que luchar contra tu negativa a tomarte la medicina,
pero tras lograrlo te fuiste tranquilizando hasta caer en un profundo sueño,
vencido por el cansancio…”
Una incómoda sensación de haber
sido apaleado me acompañó hasta la ducha. Dejé correr el agua sobre mi cabeza
durante un buen rato, mientras me esforzaba en vano por recordar las
alucinaciones que habían saturado mi cerebro durante el delirio febril. Un
estado confusional que me transformó, por unas horas, embotando mi mente y
despojándome de la capacidad de discernir entre sueño y realidad. Todavía no
soy capaz de averiguar cómo he podido llegar a describirlas de un modo tan
detallado…
3 comentarios al respecto...:
¡¡Que pintaza tiene esa recomendación!!. Tengo planazo para esta noche. El cola-cao, los cereales y ¡¡el documental!!..... y después "Tu cara me suena".
Y como está permitido poner más de una banda sonora, yo en cuanto empecé a leerlo pensé en aquella que dice:
"En los brazos de la fiebre
que aún abarcan mi frente
lo he pensado mejor
y desataré
las serpientes de la vanidad
el paraíso es escuchar
el miedo es un ladròn
al que no guardo rencor
y el dolor
es un ensayo de la muerte
(...)El paraíso deviene en infierno y
luego se queja
y sin que nadie se mueva
¿quièn lo arregla? ..."
Besooooooooooooooo
Pues qué quieres que te diga, Lino... Yo no recuerdo muy bien a qué edad, pero debía tener 9 o 10 años y no se me olvida un día que tuve una fiebre tan alta que sí llegué a ver bichos y otras cosas subiendo por las paredes de la habitación. Tengo un recuerdo atroz de esa cama, con mi madre al lado y yo viendo cosas raras con el termómetro a punto de reventar...
El documental (o la película) no lo conocía pero ahora lo he visto y me parece completamente razonable lo que nos enseña, aparte de que las imágenes son preciosas. Yo también creo que es demasiado tarde para ser pesimistas... Y las canciones, como siempre, van como anillo al dedo para este relato!
Gracias y un saludo
El plan parece perfecto para una noche cualquiera en un día cualquiera; solo falta la mantita y un buen sofá para completar el cuadro, aparte de buena compañía, of course...
Gracias por la recomendación musical. Al igual que la de Lino, viene de perlas para este delirio que ha salido de mi mente.
Un abrazo!
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