Hay una costumbre que he adquirido desde hace unos años y que me resisto a perder: por la noche, tras la cena y el tiempo de relax que sobreviene, empleado en múltiples actividades que no puedes realizar durante el resto del día, me dirijo a mi habitación para acostarme e intentar conciliar el sueño; ese sueño que año tras año cuesta tanto disfrutar del tirón y de modo placentero al cien por cien. Antes de alcanzar mi cuarto, me dirijo al de mis hijos y abro la puerta con cuidado. Duermen plácidamente, ajenos a todo tipo de preocupaciones, crisis, catástrofes y pacientes y enfermedades (qué curioso, estos últimos también duermen -espero que plácidamente- durante mi trabajo diario...)
Entonces, llega uno de los mejores momentos del día: con la puerta entreabierta para que deje filtrar una escasa porción de la luz del pasillo, contemplo en silencio sus caras y sus cuerpos, derrumbados al azar sobre sus pequeñas camas. Su postura es casi siempre la misma, desgarbada y caótica, pudiendo concluir al instante por su aspecto que duermen como troncos, sin molestias, sin despertares nocturnos que interrumpan tan reparador descanso y, lo que es más importante, sin temor absoluto a la oscuridad. Algo que aterraba a su padre de pequeñito, solicitando siempre dormir con la luz encendida en alguna parte de la casa.
Así, sin más intención que la de verlos y oírlos respirar en medio de la profundidad de su sueño, abandono la habitación con la tranquilidad de que siguen ahí, proporcionándome de alguna manera seguridad y orgullo, antes de enfrentarme al intento de dominar y vencer a mi insomnio... esta vez sin miedo a la oscuridad.
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