Casimiro supo desde pequeño que
su vida no iba a ser fácil. Vino al mundo antes de lo esperado, con una
etiqueta de “bebé prematuro” que lo acompañó hasta bien entrada la
adolescencia. Por si esto no fuera suficiente, durante los siete días dentro de
aquella incubadora un exceso en la concentración de oxígeno tuvo la culpa de
que nunca pudiera ver el mundo con sus colores y su apariencia real. Lo del
nombre fue una cruel broma del destino apoyada en una tradición familiar que su
padre se empeñó en respetar… a pesar de tener todas las papeletas para futuras
burlas de las que fue objeto. De todos modos, su ceguera nunca resultó un obstáculo
para sus relaciones y jamás supuso para él el menor de los inconvenientes, en
un mundo sin luz al que apenas podía acceder con su imaginación y la ayuda del
resto de los sentidos.
Desconozco el motivo, pero
Casimiro desarrolló un olfato muy superior al que poseía el resto de la gente.
Quizá como compensación a su incapacidad para percibir imágenes, quizá un
regalo de la genética o su afán por superar adversidades y derrochar optimismo.
Lo cierto es que ningún otro sentido destacaba tanto como esa nariz que
clasificaba olores, indexaba aromas e identificaba paisajes, situaciones y
personas con la simple presencia de unas cuantas partículas alojadas en su
interior. Aprendió así que cada lugar tenía su olor característico; incluso se
guiaba por esos parámetros a la hora de localizar calles y tiendas. Del mismo
modo, amigos y familiares estaban perfectamente registrados, olor tras olor, en
una amplia zona de su cerebro.
Ocurrió una tarde, a la salida de
su trabajo en la biblioteca. Un ascensor a punto de cerrarse y alguien con
prisa accediendo a su interior, saludando educadamente con un “buenas tardes”
que sonó fresco y juvenil. Fue un enamoramiento “a primera vista”. El olor
suave, dulce y floral de aquella mujer inundó sus fosas nasales, transportándolo
por momentos a un entorno de felicidad y bienestar desconocido para sus
sentidos. El casual encuentro se repitió en los días posteriores y su simpatía
y tenacidad convirtieron a esa desconocida en su esposa al cabo de pocos meses.
Hoy en día él sigue pensando, con dos narices, que ese olfato privilegiado fue
decisivo en su “cita a ciegas”. Y que las curvas más bonitas de su mujer se
encuentran en su sonrisa…